Written by 9:44 pm Botella al mar

El dilema

La vida de un pequeño roedor está a punto de cambiar cuando vuelve un hogar, en una batalla campal.
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El dilema

Escrito por: Juanita Zamudio Lemos – PED

Resumen

La vida de un pequeño roedor está a punto de cambiar cuando vuelve un hogar, en una batalla campal.

 


Era el ratón o yo. Esa fue la última frase que le oí decir en medio de una discusión estúpida y acalorada, una de tantas que solíamos tener cuando debíamos llegar a un acuerdo. Era increíble pensar que un roedor infeliz como Max pudiera causar tanto alboroto en la familia. Para los niños, era un juguete, una entretención. Para mí, una compañía y para ella, un encarte y la raíz de todos los problemas en nuestro hogar.

–“¡Esa rata inmunda ha traído la desgracia y el desorden a esta casa y por eso tendrá que salir de aquí cuanto antes, ya no la aguanto más!” Dijo enfurecida.

Su voz cortante y casi militar me intimidó y, por primera vez en mi vida conyugal, sentí pánico. ¡Caminaba vociferando como loca por toda la casa: “¿dónde está ese animal que lo voy a matar?, ¡De que se va, se va!”

Sus gritos se oían hasta afuera del apartamento.
De pronto, suena el citófono, interrumpiendo su algarabía y contesto:

–Aló, sí Joaco, dígame.
–Señor Manuel, disculpe molestarlo a esta hora, pero es que aquí a la portería ya me han llamado de varios apartamentos, quejándose de la bulla y gritería tan terrible que hay en su casa. Me han dicho que pareciera como si estuvieran matando a alguien. Por favor, calme a la señora antes de que llegue la tomba.

Después de colgar el citófono siento una vergüenza infinita. ¡ojalá me trague la tierra!, ¡pero ya! Trato de calmarla, pero es imposible. Sigue envenenada por la rabia y firme en su decisión. Unos minutos más tarde, la fiera por fin se ha clamado. La paz vuelve al hogar, pero la suerte del pobre Max estaba echada. Él ya estaba condenado.

Ella ya lo había encerrado en su jaula y hasta había empacado su comida y sus cosas en una pinche caja de cartón.

Los niños no paraban de llorar y de suplicar por él: “mami, por favor no te lo lleves”, y yo hacía todo lo posible para impedir una catástrofe en medio de la noche.

Max se iría, de todas formas, a primera hora de la mañana, directo a una tienda de mascotas, donde esperaría por un nuevo comprador. Sus horas estaban contadas.

A las 6 a.m. suena la alarma y Lucrecia se despierta tan rápido como sus piernas le dan para levantarse y salir de casa. La alcanzo, la tomo del brazo, trato por última vez. No hay nada ni nadie que la detenga. Se voltea, me mira aún con rastros de ira y una voz parca me dice: “Se lo dije una vez y no me escuchó, ¡Se lo vuelvo a decir! ¿El ratón o yo? “Pues mire y vaya entendiendo usted de qué soy capaz de una vez por todas”.

Toma las llaves del carro y se va. Yo, en cambio, me quedo pasmado como un idiota y congelado ante otro ultimátum. Tal vez yo sería el próximo.

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